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lunes, 30 de mayo de 2011

Primera parte...

El joven Klauss deseaba llegar al sitio que le había indicado su padre antes de morir. Hacía doce años que había comenzado sus andanzas en soledad por una tierra llena de amargura, pero con algún que otro rayo de sol entre tantas sombras.
La vida no había sido fácil. Desde los quince años tuvo que acostumbrarse a vivir solo, sin nadie a quien contar sus impresiones por las nuevas realidades que le afectaban en esa época de grandes cambios. Sólo. Se repetía la misma palabra una y otra vez, cuando en la oscuridad de su habitación, pensaba en tiempos pasados y mejores. Sin muchos amigos, pero con el amigo más grande que su mente podía llegar a imaginar. Su padre. Un padre que le calentaba cuando tenía frío. Le contaba esos cuentos inmortales para que klauss pudiera dormir en paz todas las noches. Un padre que le hacía reir, y que sólo dos veces le hizo llorar. Una persona magnánima, como pocas, y que había aguantado toda una vida de trabajo y sufrimiento; sin vacaciones, casi sin salir de su trabajo. Un padre, en definitiva, al que le gustaban las pequeñas cosas de la vida. Fumar un buen Farias, sentado en su mecedora en verano, barriga al aire, mientras comentaba con los vecinos recuerdos de juventud en la puerta de casa.

El camino, tal y como le había indicado, era duro. Escarpado. Lleno de obstáculos y de personas que le intentarían apear de él. Otros le aconsejarían. Y sólo una persona lo realizaría junto a él...