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miércoles, 27 de junio de 2012

¿Dónde está mi Iglesia?

De un tiempo a esta parte, en esta península donde hablar suele salir gratis si no se hace con razón, he observado que las palabras de aquel al que muchos llamaron "maestro", se encuentran más tergiversadas que nunca. El verso de la palabra se diluye entre sotanas con pocas ganas de avanzar. Organizaciones que parecen salidas de novelas de misterio copan las altas esferas del Vaticano, como si de la segunda parte de El Código da Vinci se tratara. Parece que, por una vez, vamos a tener que darles la razón a los amigos de las conspiraciones, -aunque no sea plato de buen gusto para el que escribe-.
Como cristiano convencido, -de la existencia de Iesua, no de su "divinidad"-, he de decir que no me reconozco en ese grupo de personajes adictos al poder terrenal, que excusan sus andanzas, financieras y sexuales, en el poder celestial. No me reconozco en esas personas que, escudándose tras una idea religiosa que profesan millones de habitantes de este planeta, dentro de poco llamado "cuasi-tierra"; hacen y deshacen a su antojo. Con dinero público, se atreven a coger lo que, piensan, es suyo por decisión divina. Actúan como jueces morales -al igual que en todas las religiones-, sin tener moral algunos de ellos. Y como siempre, pagan los justos por los pecadores.
Suponemos que la Iglesia siempre ha sido así. Pero deberíamos hacer un ejercicio de reflexión sobre qué ha cambiado dentro de ese ente que mueve al mundo cristiano. Los colores que hoy en día usan obispos y cardenales, son aquellos que los nobles romanos usaban en sus ropas. Hay quien dice que el Vaticano no es otra cosa que lo único que nos queda de aquella Roma anhelada por los escritores románticos del siglo XIX.
Pero. no obstante, soy de los que piensan que cuando uno se declara devoto de algo, y practicante de algo, debe hacerlo con todo lo que eso conlleva. Debemos saber que toda acción o pensamiento expresado públicamente, lleva consigo una responsabilidad. No critico la estructura de la Iglesia, pues cada uno es libre de profesar la religión que quiera, siempre que cumpla sus preceptos. Los que son criticables son algunos personajes que, amparándose en ese gran ente movedor de masas, nadan en la cresta de la ola religiosa aprovechándose como lo haría una persona que no fuera del estamento clerical. Sus acciones perjudican a toda cristiandad. Sus abusos y excesos justifican a los que critican la inmovilidad y permisividad interna del estamento eclesiástico.
Ya Prisciliano, en el siglo IV de nuestra era, veía lo que pasaba cuando una institución, al igual que las políticas, coge el mando de un sector social unilateralmente...y le cortaron la cabeza.