Muchas veces en nuestras vidas nos topamos con relatos que no hemos buscado. Con historias inconexas con aquello que realmente esperábamos encontrar. Historias que nos eligen. O simplemente imaginaciones nuestras basadas en suposiciones que no llevan a ningún sitio.
Pienso en ello mientras comienzo a teclear estas líneas y ojeo el cuaderno en el que escribo lo que se me ocurre, esas cosas que con el tiempo se convierten en las paupérrimas entradas de este otro cuaderno digital.
Esta vez les ha tocado a ellos, a los équidos. Ese animal que acompaña al hombre desde hace miles de años y que, sin proponérselo, es el omnisciente en estas tres historias que parecen relatadas por el mismo autor, aunque entre ellas haya cientos de años.
Vamos a comenzar nuestra andadura allá por el año 229 a.C., en el Sureste de la Península Ibérica. Un personaje púnico u cartaginés, como bien pudieran o quisieran entenderlo, llamado Amilcar, lleva unos cuantos años con sus tropas intentando establecer una red segura comercial entre los pueblos iberos que viven en el Sur de la península y la capital de su ya no tan amplio "imperio". A veces, aunque ellos son más de comercio y parlamento, deben hacer frente a luchas contra alguno de estos estados -o ciudades-estado- pues muchos de ellos son celosos de su tierra y materia prima.
En uno de esos combates, aproximadamente en la zona de la actual Alicante, parece ser que muere, o bien abatido por el enemigo, o porque cae de su caballo al intentar badear un río en plena batalla.
Nos situamos ahora, dando un gran salto espacio-temporal, en los momentos finales del siglo XII. Se ha proclamado la III Cruzada tras la pérdida de Jerusalén por parte de los cruzados cristianos y los tres monarcas más importantes del momento en Europa emprenden esta dura empresa. Uno de ellos es Federico I Hohenstaufen, más conocido por nosotros como Barbarroja. Éste, tras una batalla dura contra los musulmanes en el Sur de la actual Turquía -conocida como la Batalla de Aminium-, se prepara para apearse de su caballo pero tropieza, y muere ahogado en su propia armadura. Estaba a pocas jornadas de llegar a Tierra Santa para unirse a los ejércitos de Felipe II Augusto de Francia y Ricardo I Corazón de León, de Inglaterra.
El tercer y último relato, tiene como protagonista a un muchacho que podría haberse convertido en rey de Portugal y las coronas de Castilla y Aragón. Alfonso, hijo de Juan II, había casado con Isabel de Aragón, primogénita de los Reyes Católicos y, por ende heredera al trono de ambos reinos hispanos. Esta unión tenía como objetivo lo que años más tarde consiguió Carlos V, al casar a su hijo Felipe con María Manuela de Portugal: unir todos los reinos de la península en una sola corona. Pero estos planes se vieron truncados un alegre día de verano de 1491 cuando este, supuestamente dando un paseo a caballo por el río Tajo, cayó de su montura y murió en el río. Casualmente la persona que lo acompañaba desapareció para los de su tiempo y para nosotros. Su mujer Isabel, casó con el primo de este, el futuro Manuel I de Portugal, que tan buenos tiempos trajo a su reino aunque ya no pudo ser rey de todas las coronas hispanas, pues el testigo de rey de Castilla y Aragón pasaría a Carlos, hijo de Juana y de Felipe "el Hermoso".
Como podemos apreciar en estos tres relatos, tan reales como increíbles, el elemento común entre ellos es que todos mueren en un río cuando iban a caballo o se apeaban del mismo. Bien podemos pensar que puede tratarse de una coincidencia al haber pasado, sobre todo entre la primera y la segunda historia, más de mil años. Pero si nos acercamos a los que hablan del asunto, en un primer caso, y a quién beneficiarían dichas muertes, sobre todo en los últimos casos, podríamos llegar a concluir que puede haber sido un uso literario por los narradores de las vidas de dichos personajes para esconder un asesinato.
Si empezamos por Amilcar, las fuentes no se ponen de acuerdo a la hora de explicar su muerte. Por ejemplo, Diodoro de Sicilia (25, 10, 3-4), que sería el más cercano a los hechos, es el que nos narra la muerte por la caída del caballo; pero Tito Livio (XXIV, 41, 3) nos cuenta directamente que muere en combate contra una tribu ibera de la zona. ¿A quién beneficia la muerte de Amílcar? Sobre todo al Senado de Cartago, que no veía con buenos ojos esas campañas más personalistas de algunas familias con dinero, que a la larga trajeron la Segunda Guerra Púnica y, por ende, la destrucción total del Imperio Púnico. Como la Historia es sabia, pero los que la hacen no, la muerte de Amilcar sólo trajo consigo el afianzamiento púnico en el Sureste y la creación de uno de los mayores estrategas militares del Mundo Antiguo: Aníbal, hijo de Amilcar.
El segundo personaje, Federico I, se disponía a llegar a Tierra Santa por el Norte de Siria o Sur de Anatolia, como bien prefiramos, siguiendo, según Runciman en su Historia de las Cruzadas y más tempranamente Ansbert en la Gesta Fredirici, el mismo camino que siguieta Alejandro Magno, lo cual da más importancia o lo pretende, a la figura del emperador germano.
Toda la campaña iniciada un par de años antes, en la que, si hacemos caso a las cifras dadas por Arnald de Lübeck, su ejército constaba de entorno a más de 100.000 hombres de armas, dio al traste el 10 de Junio de 1190 al caer del caballo cuando intentaba beber agua, al llegar al reino de Seleucia. Casualmente el emperador bizantino Isaac había intentado complacer a todos, pactando con los seleúcidas que, a la sazón eran en cierto modo aliados de Saladino, pues su reino era la llave para llegar a las posesiones de Tierra Santa. Con lo cual, la sombra del asesinato pesa sobre este segundo caso también.
El tecer y último caso, nos presenta a un muchacho, como hemos planteado antes, que tenía sus miras en las cotas más altas de un poder cambiante. Un poder que viene de la imagen medieval de la monarquía, y que avanza a pasos forzados hacia lo que se entendió como la modernidad.
Alfonso murió en extrañas circunstancias, para el bien de Castilla y Aragón pero para el mal de Portugal. Su llegada al trono habría supuesto, visto desde una óptica castellana o aragonesa, la no expansión hacia otras monarquías europeas como el Sacro Imperio Romano Germánico puesto que al ser el marido de su primogénita, habría sido el rey de Portugal y las dos coronas. Años más tarde, el tiempo demostró que, en el caso de que su muerte hubiera sido premeditada, eso no hubiera importado pues Isabel se casó con el futuro Manuel I, aunque la corona fue a parar a Carlos, nieto de los Reyes Católicos, e hijo de la Infanta Juana.
Como vemos, esas tres historias tienen un hilo en común, que puede ser la utilización del caballo y el río, este último usado como sinónimo de muerte de manera literaria. El agua, los ríos, los pozos, son elementos usados para significar la muerte de alguien ya que el agua es como el transcurrir de la vida, que todo se lleva y que al final acaba desembocando en el mar del olvido.
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Hay quien dice que muchos soldados germanos se suicidaron al ver el cadáver de su emperador. Imagen de una obra de Gustave Dore (siglo XIX) sobre la muerte de Federico I |
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