El viento que desde hacía un par de días castigaba la ciudad, había formado extraños cuadros jugando con las formas de las nubes. Unas nubes que parecían retales de pintura blancos en un cielo azul intenso que actuaba de lienzo frío y distante.
El perro de Ignatius corría por la falda del cerro un tanto escarpado y lleno de matorrales que había frente al monasterio, donde algunos de la nueva orden se habían establecido desde hacía unos meses. Él junto con algunos hermanos, se encargaban de llevar comida a los ermitaños, que a veces miraban con cara de extrañeza, como recriminándoles que sólo les llevaran hogazas de pan, agua y un poco de vino. De vez en cuando caía algo de carne sobrante en un pequeño cuenco de madera lleno de caldo frío. Pero, como pensaba Ignatius, ellos habían elegido esa vida, fuera del monasterio, y supuestamente rezando. Aunque muchas veces se escapaban a las calas cercanas a darse un buen baño, -que por otra parte les hacía falta- sobre todo en verano. Y ese verano, concretamente, había sido de los peores que se recuerdan en la zona.
El fuego casi intermitente durante dos semanas, había acabado con muchos de los cultivos de las zonas aledañas, y los pocos campesinos que vivían de sus escuetas pero productivas cosechas, habían buscado asilo en el monasterio.
Algunos hermanos, como el siempre impertinente Remigius, habían osado echar a patadas a algunos de los habitantes de la zona que sólo pedían un mendrugo de pan para sus hijos, incluso sin que lo supiera el Prior. Eso había enfurecido a Ignatius, que se había enfrentado directamente al pequeño colectivo, ganándose enemigos, ya no solo en la ciudad, si no también entre los suyos.
De repente, Gaius, el perro de Ignatius, comenzó a ladrar hacia un punto fijo en el horizonte. Este se volvió pero, en un principio no vio nada. Hasta unos cuantos minutos después, no consiguió adivinar lo que su fiel perro le indicaba.
-Otra vez no-, pensó para sus adentros.
Comenzó a correr como alma que llevaba el diablo hacia la entrada de las casas cercanas al monasterio, aunque primero intentó avisar a los ermitaños. Estos, como de costumbre, no estaban en sus cuevas. Habrían salido a dar una vuelta a las ramblas cercanas. Esos pervertidos difrutaban viendo como se lavaban en los riachuelos las muchachas del caserio de detrás de la montaña. Incluso uno de ellos llegó a ser avistado por el dueño, el cual no dudó en apresarlo y empalarlo cerca del riachuelo, para que sirviera de escarmiento. Pero no había servido de nada.
Las condiciones humanas, humanas son. Para el rico y para el pobre. Para el seglar y para el religioso. Y muchos de los religiosos de su tiempo no llevaban una vida que se pudiera decir ordenada conforme a lo dictaban los diferentes concilios que se habían llevado a cabo, primero en Elvira y más tarde en Toletum. Por desgracia, los monjes como Ignatius no podían hacer nada más que advertir al Prior, y éste, de vez en cuando, mandaba encerrar en las celdas o en las caballerizas a alguno de los que no respetaban las órdenes. Pero nada más salir, volvían a las andadas, espiando a muchachas, paciendo con muchachos, e incluso se dio el caso de un monje que amaba excesivamente a los cápridos.
-Cerdos-, era la única palabra que le salía a Ignatius cuando pensaba en esas situaciones embarazosas.
De repente, volvió en sí. Gaius seguía ladrando en dirección al camino e Ignatius corrió al ver el polvo en el horizonte, esta vez hacia las casas cercanas al monasterio, para avisar a los habitantes de estas para que se resguardaran entre los muros del mismo. Eran casas normalmente de una o dos habitaciones en las que se hacía la vida, se cocinaba, se dormía, etc. Estaban encaladas al exterior, y muchas de ellas tenían un pequeño cercado en el que se guardaban animales como gallinas, cabras u ovejas. En otro tiempo, esos terrenos habían pertenecido al señor del caserio, pero los había donado con la excusa de una cesión a la orden, aunque realmente era porque se trataba de las tierras más yermas de sus propiedades, y las más cercanas al camino por el que pasaban bandidos y ladrones.
-Espero llegar a tiempo para avisarlos, pues sólo les faltaba esto después del año de sequías para que sus vidas queden totalmente destrozadas-, pensó con miedo mientras llegaba a la intersección del camino.
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