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miércoles, 7 de marzo de 2012

La figura y el miedoso

Era noche cerrada en el bosque de Milefiori. El joven Castor se había perdido cuando volvía con sus hermanos de recoger las ovejas perdidas aquella tarde. Aunque salieron a buscarlo, Castor no daba señales de vida. Había caído en lo más profundo de una gruta lúgubre, colmatada de plantas, y de difícil acceso desde cualquier camino. Y la luna, esa acompañante de los veranos largos en el bosque, le había abandonado, pues se encontraba dormitando tras las nubes que cubrían ahora el cielo. Amenazaba una tormenta de esas que sólo se ven en verano, a finales de Agosto, cuando todo está en calma, y, de repente, Iouis despierta de su sueño, como queriendo no abandonar todavía el corazón de los habitantes de ésta parte del antiguo Imperio. Es la hora de la lluvia. Una lluvia que encuentra sus caminos para formar ríos que a su vez desembocan en otros ya existentes. Una lluvia que parece venir de todas partes; que te atrapa y no te deja salir de ese vórtice de agua proveniente del cielo. Y ésta viene acompañada de rayos y truenos; de relámpagos y centellas, que tienen prisionero a Castor en la gruta. 
Desde que era solo un niño, le habían prohibido jugar cerca de aquel sitio. Decían que por las noches de verano, se reunían los pocos paganos que quedan, recordando ritos iniciáticos que se pierden en la noche de los tiempos. Noche como la que tenía atrapado a nuestro amigo. 
Entonces, en un impulso más de miedo a la lluvia que de valentía, Castor decidió adentrarse en la gruta. Las plantas tapaban todo el poco horizonte que ya de por sí podría dejar la noche y el agua. Unos metros más adentro, Castor encontró restos de antorchas, recientemente apagadas. Dejadas allí por alguien que pretendía volver a usarlas para salir. Serían esas personas los casi monstruos que sus padres y vecinos le habían contado de pequeño. Un hálito de curiosidad cruzó su pensamiento, y se decidió a seguir. 
No anduvo más de diez metros cuando cayó por un terraplén que le llevó a una cámara oscura, excavada en la roca, pero de grandes dimensiones. El sonido del agua se oía a lo lejos penetrar en ella por una ranura que se hallaba, posiblemente, al otro lado de la misma.
Con paso firme pero indeciso al mismo tiempo, Castor continuó andando. Pero a cada paso que daba, el suelo crujía como si estuviera pisando maderas. Aunque notaba que no eran maderas de leña, sino algo con forma. 
Finalmente, al llegar al otro extremo a tientas, divisó una luz al final de un corto túnel. Una luz que le parecía haber visto al llegar a la cámara, pero que creía una alucinación al principio.
Al final del corto túnel se abría ante sus ojos otra cámara, de forma circular, con un óculo en el centro, y con antorchas en los lados. En el centro, no pudo creer lo que veía. Los habitantes más mayores de la aldea en la que vivía, bailaban desnudos al son de una música tocada con percusión por los más jóvenes, entre los que estaba su hermano mayor. Descubrió que los músicos eran los jóvenes casados de la aldea, estos sí vestidos. Los mayores parecían bailar en torno a un círculo.
Pero su mayor impresión fue al observar las paredes de la cámara. Toda ella estaba llena de brazos, piernas, cabezas, corazones, pies, penes, etc. Todo era de cera. Algunas de las formas estaban siendo quemadas en una pequeña hoguera sobre la que otros personajes, ataviados con máscaras que recordaban a las de los antiguos pobladores, saltaban sobre ella, o la pisaban.
Castor, estupefacto, soltó un leve pero audible grito de miedo. La música paró. Le habían descubierto. Castor debía salir de allí...